Cómo NO me convertí en dibujante de historietas

Escuchá el texto leído por mí en este video o leelo vos, lo que prefieras.

De chico quise ser arqueólogo, por influencia del doctor Indiana Jones. De preadolescente, quise ser técnico electrónico, influenciado por el libro Cómo hacer baterías e imanes (un incunable publicado por Ediciones Plesa SM, en 1975, casualmente, el mismo año en que nací). En la adolescencia temprana vi Top Gun y quise ser piloto de un caza de combate. Pero, ojo, no cualquier piloto. Un piloto rebelde, un poco oveja negra pero claramente heroico, que cuando tiene que salvar al mundo lo salva sin pensarlo dos veces, y después hace el amor con su novia, a contraluz, mientras suena una dulce melodía de saxo.

Todo eso quise ser, pero no fui.

Cuando terminé la secundaria, en 1992, y llegó el momento de decidir qué hacer con el resto de mi vida, salió a la superficie una vocación que jamás había tenido en cuenta, a pesar de que siempre había estado ahí; desde Astérix, Luky Luke y La Pequeña Lulú, en Billiken, hasta a la revista Skorpio y los superhéroes de Perfil, pasando por Patouruzito, Isidoro, Fuera Borda, el Hombre araña en Aventuras inéditas del cine y la TV, algo de Columba, dos o tres Fierros, algunas Puertitas y todo lo que me cayera en las manos. En fin, decidí ser dibujante de historietas.

La verdad es que no recuerdo haber dibujado muchas historietas de chico, pero sí tenía un pequeño curriculum de dibujante a secas. En la primaria nunca había sido el mejor de mi grado. El mejor era Marcelo Demarco, pero yo siempre había estado en el podio o rondándolo. Y sobre los diez años, más o menos, había hecho un tiempito de taller.

En mi casa me apoyaban o estaban resignados. O las dos cosas. “Siempre fuiste un bohemio”, me dice todavía hoy mi mamá. Supongo que a esa altura ya sabía bien que el nene no iba para abogado o médico. Me apoyaban, como decía, pero no comían vidrio. Me sugirieron que estudiase algo más. Por las dudas. Por si lo de la historieta no resultaba ser el camino a la gloria, tapizado de pétalos de rosa, que yo me estaba imaginando. La situación económica familiar, además, me permitía el lujo de no tener que trabajar mientras estudiaba e insistieron en que eso había que aprovecharlo. Sabían de lo que hablaban, ellos no habían tenido tanta suerte.

Acepté la beca porque siempre fui un hijo bastante obediente y también porque tenía muy claro que para mi mamá y mi papá la universidad era algo importante, algo que necesitaban darme. Por otro lado, y para ser del todo sincero, debo confesar que la idea de trabajar ocho horas por día, en algo que no fuera de mi absoluto interés… no me erizaba la piel de emoción.

Yo era un pequeño principito de clase media, con las manos delicadas de alguien que nunca en su vida lavó un plato ni agarró una pala. Y decir “pala” es decir muchísimo. A esa altura de la vida no había agarrado ni una miserable escoba. No había cambiado una lamparita. No había lijado una pared. No había juntado las hojas del jardín en otoño. Digamos que ser un self made man no estaba entre mis prioridades.

¿Qué estudiar entonces? Descarté Bellas Artes, que era lo obvio, porque no me veía encajando en el ambiente artístico. De joven tenía muchos prejuicios, no era el ser de luz que soy ahora. Como además de leer historietas, también me gustaba leer novelas y libros de cuentos, otra opción era estudiar Filosofía y letras. Pero incluso con mi miope mirada, podía ver que ese Plan B requería un Plan C. Salvo que quisiera ser profesor, por supuesto, y yo no quería ser profesor. Periodismo, que terminaría siendo mi licenciatura, ni siquiera estaba en mi mapa mental. Así que me quedé sin opciones.

Entonces, de pronto, no recuerdo cómo, pero sospecho que simplemente porque empezaba a estar de moda, apareció en el horizonte la carrera de Diseño Gráfico. A mediados de los noventa, el imperio de la imagen ya había comenzado, cada día se necesitaban más diseñadores. Era perfecto: una profesión que consistía en dibujar, pintar y recortar papelitos —al menos en mi cabeza— y al mismo tiempo permitía una inserción rápida en el mercado laboral. El punto de equilibrio exacto entre mi mágico mundo de colores y el mundo real. Así y todo, recuerdo que en el colectivo, de camino a anotarme, todavía tenía mis dudas.

Empecé, al mismo tiempo, un curso de historieta en la legendaria escuela de Carlos Garaycochea y el Ciclo Básico Común, en Ciudad Universitaria, a una hora y media de viaje desde mi casa, en condiciones óptimas, que jamás se daban. Y ahí, en la facultad, tuvo lugar el primer incidente de los dos que mataron al Alejo Valdearena dibujante de historietas.

Fue durante la primera clase de Proyectual 1. Entré a un aula del tamaño de un par de canchas de papi fútbol, con ventanales al río, y me senté en la mesa que me tocaba. Al lado mío se sentó un pibe con el pelo de color amarillo patito y aros redondos, enormes, uno en cada oreja. Sospeché que no era del conurbano, como yo, porque en el conurbano darte la biaba y usar bijouterie de pirata podía costarte la vida. El límite estaba justo donde yo me encontraba parado: pelo largo y un solo arito, más bien discreto.

Intercambiamos algunas palabras circunstanciales con el pibe de pelo amarillo y arrancó la clase. Una ayudante de cátedra nos explicó lo que íbamos a hacer durante la cursada y después nos dio un trabajito fácil, como para empezar a conocernos. La consigna era dibujar un momento de nuestra vida cotidiana. Y no dudé. Me dibujé haciendo lo que había hecho durante casi todas las tardes del último año de la secundaria. Me dibujé tomando gaseosa y comiendo galletitas con mis amigos, sentado en el escalón de un kiosco mítico de mi barrio, al que nos referíamos como “el kiosco de las trolas” porque las dueñas eran una pareja de mujeres. Tengan en cuenta, por favor, que esto fue en los prehistóricos noventas, cuando la humanidad aún no había alcanzado la perfección en materia de concordia y tolerancia.

Recuerdo que estuve un rato abstraído en mi dibujo, luchando con el adoquinado de la calle y las figuras sentadas, que se me hacían imposibles de cuadrar. En algún momento, levanté la cabeza, miré hacia el costado y vi el trabajo del pibe de pelo amarillo. Estaba casi terminado. Se había dibujado entrando en una librería. Aún hoy, un cuarto de siglo más tarde, recuerdo la pose de la figura, algo inclinada hacia adelante, en el momento de dar un paso, con las manos en los bolsillos de la campera. No había esfuerzo en el trazo, no había, como en el mío, lucha contra el papel y la torpeza de la mano, era natural y fluido.

Asombroso. Pero más asombroso todavía era el entorno de la figura: la calle, con coches, edificios y transeúntes, dibujada con una perspectiva inapelable que le daba profundidad y realismo a la escena. Para colmo, el pibe todavía no había borrado las líneas de construcción; ahí estaban, delante de mis ojos, los secretos de ese truco de magia que llamamos dibujo, y rápidamente constaté que yo no sabía ninguno.

Como demuestra el hecho de que media vida más tarde le esté dedicando un texto, el golpe fue demoledor. Ese pibe, de exactamente mi edad, ya tenía un nivel muy pero muy cercano al profesional. Les juro que al lado de su trabajo, el mío era el esfuerzo patético de un alumnito de preescolar. Le pegunté dónde había aprendido a dibujar así y me respondió que en la escuela de Carlos Garaycochea: una coincidencia feliz, si se quiere, pero yo solo podía pensar en que estaba llegando muy tarde a la fiesta. El pibe había pasado de chico por lo de Garaycochea. Él ya sabía que iba a ser dibujante cuando yo todavía soñaba con ser Indiana Jones.

Enseguida nos pusimos a hablar de historieta, y en la charla me enteré de que la librería a la que el pibe estaba entrando en el dibujo tenía un sótano lleno de cómics. En la vidriera decía el nombre, Entelequia, escrito con las letras también en una odiosa perspectiva perfecta. Esa, por cierto, fue la primera noticia que tuve de la existencia de las comiquerías, locales que de inmediato se volvieron centrales en mi vida.

Por supuesto que me hice amigo del pibe, que además de dibujar bien, era un erudito. Había leído muchísimo más que yo. Empezó a recomendarme material del que yo no había oído hablar jamás. Fue como encontrar un manantial de historieta. Y aproveché su sabiduría. Le hice caso, por ejemplo, cuando insistió en que dejara el curso de los miércoles, en la escuela de Garaycochea, y me pasara al de los sábados. Me lo decía porque el profesor de los sábados era Oswal, un prócer de la patria historietista que fue el mejor maestro que he tenido en mi vida.

No recuerdo cuánto tiempo más tarde tuvo lugar el segundo incidente, pero sé que fue ese mismo año. El pibe de pelo amarillo me empezó a hablar de otro pibe que había conocido ahí, en la facultad. Otro dibujante como “nosotros”.

No tardó mucho en presentármelo. Tenía una melena larga y enrulada, con un volumen digno de cantante de glam metal, y usaba botas vaqueras. Sobra decir que tampoco era del conurbano. Me cayó bien y empezamos a encontrarnos los tres, cada vez más seguido, en el bar de la facultad. Nos divertíamos juntos. Teníamos el mismo tipo de humor y nos gustaban las mismas cosas. Sobre todo, odiábamos las mismas cosas. Y un día cualquiera, el de melena glam nos invitó a almorzar en su casa.

Hasta ese momento yo no había visto sus dibujos. Por eso, ese día, antes de comer, fuimos a su habitación y me mostró una historieta hecha por él. Y atención a esto: con ese trabajo, años atrás, el pibe había ganado un concurso de Cola-Cola. No lo podía creer. Lo que el pibe me estaba mostrando era un cómic de verdad, unas nueve o diez páginas completamente construidas en tinta, con globos, letras y personajes que se parecían a sí mismos de la primera a la última viñeta.

Este pibe tenía un estilo diferente al del pibe de pelo amarillo, más humorístico, pero igual de sólido. No podía ser verdad. Otro que era mucho mejor que yo. No me mal entiendan, no es que tuviera la necesidad de ser el mejor. Como dije al principio, Marcelo Demarco, el mejor de la primaria, me había dado una lección de humildad. Pero ya no estábamos en la primaria y de las tres personas que había en esa habitación, el único que no era Marcelo Demarco era yo.

Hice como los boxeadores que se levantan de la lona y fingen estar frescos cuando en realidad ya están noqueados. Seguí dibujando. Completé el curso de Oswal y no me arrepiento de haberlo hecho porque aprendí muchísimo. Pero ya no pude creerme que iba a ser dibujante.

El pibe de pelo amarillo dejó diseño gráfico al final del CBC y enseguida tuvo su primera oferta laboral de historieta. El pibe de melena glam y yo seguimos en la facultad un año más, en el que nos hicimos íntimos amigos. Ellos hicieron juntos un fazine y yo los ayudé a distribuirlo. Después, el pibe de pelo amarillo tuvo una oferta para hacer una serie y me preguntó si quería escribir el guión. No pasamos del número uno, pero quién nos quita lo bailado. Fue mi primera publicación. Nunca más volví a sentir la emoción que sentí al tener ese cómic en las manos. Ni siquiera cuando apenas más tarde, el pibe de melena glam y yo (de nuevo como guionista) empezamos a publicar nuestra propia serie; una sobre cuatro amigos muy perdedores que nos dio grandes alegrías.

¿Qué hubiera pasado si no los hubiera conocido? ¿Hubiera logrado ser dibujante de historieta? Quizás sí o quizás no. A esta altura ya no importa. Pero de algo estoy seguro: de no haberlos conocido, no me hubiera puesto a escribir esos primeros guiones que abrieron la compuerta. Francamente, creo que mi verdadera vocación es narrar, más allá de las herramientas que use. Y acá estoy, narrando.

Por eso no les guardo rencor a esos canallas, a pesar de la crueldad inhumana con que destrozaron mi sueño. Hoy en día, seguimos siendo grandes amigos.

10 comentarios en «Cómo NO me convertí en dibujante de historietas»

  1. Que buenas estas anécdotas y que bueno enterarme que no somos pocos los que tratamos de seguir una carrera «normal» a la par que tratamos de seguir fieles a lo que nos apasiona, y que muchas veces terminamos dejando lo «normal» de lado porque nos damos cuenta que no encajamos en eso.
    Me hubiese gustado haber sabido de la escuela de Garaycochea mucho antes, porque cuando me mudé a capital ya había dejado de er un pibe, y había dejado atrás dos carreras inconclusas y arrancaba la tercera (que sufrió el mismo destino que las anteriores). Me hubiese gustado aprender más del oficio de historieta de la mano de los grandes.
    Un gran abrazo, disfruté mucho esta entrada del blog.

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