Zapatillas y pantallitas

Zapatillas y pantallitas es el primer cuento de un proyecto que llamo Futuro Green. Lo podés leer vos acá abajo o darle play al video para que te lo lea yo.


El maestro está leyendo en voz alta cuando alguien grita que llegó el camión de la yerba. La primera en saltar por la ventana es Chela, su trenza larga volando detrás, como la cola de un barrilete.

La sigue el resto.

El maestro sabe que no van a volver. Nunca vuelven. Hace dos minutos creía que los tenía atrapados, que había elegido bien el cuento, que por momentos como ese valía la pena comerse la mierda que se come. Ahora, solo en aula, con el libro todavía en la mano, se cree un pobre desgraciado que da pena.

Golpean las ganas de fumar pero se aguanta; le queda un solo cigarro y no sabe cuando va volver el camión del tabaco. Nadie sabe en el barrio, ni siquiera los capangas.

Decide aprovechar el tiempo libre para tapar el agujero. Sale al exterior por la parte de atrás del edificio y sube al techo por una escalera de pintor que hay apoyada contra la pared. En el centro del techo hay algunas varillas de metal, dos bolsas de cemento, una cuchara de albañil y un tacho con diez litros de agua que llenó de madrugada en la canilla de la esquina para ahorrarse las colas.

El material es gentileza de Chela. Apareció un día con dos grandotes cargando el cemento y las varillas. El maestro no hizo preguntas, pero sabe que todo viene de obras de afuera. Para Chela, el perímetro es apenas una línea imaginaria; no hay alambrado, muro ni gendarme que la pare.

Mirando el cemento, mientras aguanta otro golpe de las ganas de fumar, el maestro se da cuenta de que Chela, una nena de trece años, es la única persona que está de su lado en la pelea que pierde todos los días.

Cuando pide algo, los capangas y los delegados lo invitan a tomar un vino y le dicen que hay otras prioridades. La última asistenta social despareció hace años. El Consejo Escolar se disolvió más o menos al mismo tiempo. La municipalidad lo manda a hablar con la provincia, la provincia lo manda a hablar con la nación, y la nación no antiende. Las madres están cuidando hermanitos o limpiando casas afuera. Los padres están presos, muertos o borrachos. Los pibes y las pibas quieren zapatillas y pantallitas, no hay nada más que les interese.

Menos a Chela.

A Chela le gustan los números. Es rápida haciendo cuentas gracias a los negocios. Vende cosas: ropa, pilas, jabón, lavandina, relojes, herramientas, lo que necesites. Anda con una bolsa militar llena. A veces le trae al maestro papel, lápices, reglas, gomas, tizas. Todo gratis.

De vez en cuando le trae una torcaza gorda de las de la quema; las mata con una onda que lleva siempre encima.

El maestro quiere sacarla. Quiere que estudie afuera. Pero ya no dan autorizaciones para estudiar afuera. Ahora dan de trabajo nada más y casi todas para domésticas. A pesar de eso el maestro no pierde la esperanza. Chela maneja plata y con plata se soluciona todo menos la muerte. La cuestión es convercerla a ella de que vale la pena gastársela en eso. Chela tiene a su cargo una hermanita menor y dos hermanos mayores.

El maestro saca el revólver que lleva en la cintura, oculto bajo la ropa. Se agacha y lo deja junto al material. Hace ocho años quiso parar una pelea entre alumnos y terminó con un cuchillo de cocina clavado a dos milímetros de la aorta. Compró el revólver cuando salió del hospital. Venía cargado con seis balas y le quedan dos. En ocho años, pegó cuatro tiros al aire, uno dentro del aula.

Golpean de nuevo las ganas de fumar y el maestro piensa que prefriría tener una bala y dos cigarros.

Escucha un griterío que viene de la calle. Es el quilombo normal del camión de yerba. Reconoce algunas voces jóvenes.

Levanta las varillas y las acerca al agujero.

Cayeron piedras de tres kilos en el último granizo. Se vino abajo medio techo de la dirección, justo arriba de su cama. Por suerte fue de día. Tuvo que mudarse al aula del fondo, que es demasiado grande, no se puede calentar. En menos de un mes, cuando empiece el invierno, se va a cagar de frío si no arregla el agujero y vuelve a la dirección.

El griterío escala volumen.

El maestro escucha clarito una puteada dura, que busca pelea. Se acerca a la parecita que remata el techo para ver qué pasa en la calle.

El camión de yerba está rodeado. Son pibes y pibas, nadie debe tener más de veinte. Gritan y putean. Le pegan patadas al camión. El conductor y su ayudante están en la cabina, con las ventanas cerradas. Las puertas de atrás están abiertas de par de par. El maestro no puede ver el interior de la caja pero asume que ya está vacía.

De la turba se desprende un pibito flaco y menudo. Corre por la calle aprentando algo contra el pecho. Cuando pasa por delante del edifico el maestro alcanza a ver que aprieta un paquete de yerba.

–¿Qué pasa? –grita el maestro.

–Trajeron menos de la mitá –contesta el pibito sin dejar de correr.

Ese pibito no toma mate y la turba tampoco. Quieren la yerba para comprar moneda del juego. Comen, cagan, cogen adentro del juego. Hacen fiestas y tienen coches. No hay perímetro adentro del juego.

El maestro tampoco toma mate; años atrás tuvo que elegir entre la yerba y el tabaco.

La turba se pone más densa y empieza a zarandear el camión.

A menos de cien metros, en el puesto de control de la entrada principal, los gendarmes miran para afuera.

De pronto Chela está en el aire, como si la turba la hubiera escupido para arriba. Aterriza sobre el capó del camión. Trepa al techo de la cabina. Grita algo. Salta con los pies juntos varias veces como si quisiera hundir el techo. El maestro nunca la vio así.

La turba abre las puertas de la cabina. El chofer y su ayudante desparecen entre los cuerpos. Los gendarmes siguen mirando para afuera. Chela dejó de saltar y ahora tira una pasitos de cumbia sobre el techo de la cabina.

Entre la turba reaperece el ayudante del chofer. Pelea y zafa. Corre desorientado por la calle hacia el interior del barrio.

Chela deja de bailar. Arma la onda y la hace girar sobre su cabeza.

El maestro corre a buscar el revólver.

El griterío frena en seco durante un par de segundos y vuelve a empezar.

Cuando el maestro se asoma a la calle, el ayudante del chofer está tirado sobre el pavimento roto. La turba no sabe qué hacer. El chofer aprovecha para correr hacia el control de la entrada. Los gendarmes ya no pueden mirar para afuera.

Chela salta del techo de la cabina y desparece.

Suenan dos tiros de fusil y la turba se desbanda.

La calle queda vacía.

Dos gendarmes se acercan al cuerpo del ayudante del chofer, con la armas preparadas para tirar. Uno de ellos le mete un par de puntazos al cuerpo con el borceguí. No hay reacción. El otro gendarme modula algo por la radio que cuelga sobre su chaleco blindado. Los dos se retiran caminando para atrás, sin darle nunca la espalda al barrio, mientras empieza a sonar la sirena del toque de queda.

El maestro saca el cigarro del bolsillo de la camisa con la mano izquierda, porque tiene el revólver en la derecha. Aguanta el cigarro entre los labios y saca el encendedor con la misma mano y del mismo bolsillo.

Se fuma el último viendo crecer un charco oscuro de sangre y masa encefálica alrededor de la cabeza del ayudante del chofer. Después se mete el revólver en la boca, apoya el caño contra el paladar y aprieta el gatillo.

4 comentarios en «Zapatillas y pantallitas»

  1. Uuuufffff… tan crudo como real, lamentablemente.

    De conocerte por las bizarreadas antológicas de ¨4 segundos¨ a leerte acá con este tipo de historias… debo admitir que fue una más que grata sorpresa. Bienvenida sea.

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