El niño gusano, de Hideshi hino

Es muy elocuente el título de este trabajo del consagrado maestro del manga de terror Hideshi Hino. Esta es la historia de un niño que se convierte en un gusano. Literalmente. Dicho esto, la comparación con La Metamorfosis de Kafka es insoslayable así que vamos a hacerla. Si para describir un trámite complicado y absurdo decimos que es “kafkiano”, ¿cómo sería un trámite “hiniano”? Sería, por ejemplo, un trámite en el que el funcionario de turno, después de exigirte ESE papel que te falta, se convierte en un monstruo que te devora la cabeza, pero no morís, noooooo, tenés que pasar a la siguiente ventanilla, perdiendo fluidos y retorciéndote de dolor, para que te pongan un sello y te coman alguna otra parte del cuerpo. Es decir, Kafka es el payaso Plim Plim al lado de Hino.

La historia es muy simple. Sampei, el protagonista, es un niño de escuela primaria que ama a los animales y a los insectos. De hecho, solo es feliz entre los bichos porque los humanos, incluida su familia, lo tratan como si fuera una bolsa de basura. Un día Sampei es picado por un insecto de los que ama y, tras una dolorosa metamorfosis, se convierte en un gusano rojo y espantoso. Así, el niño descubre que antes no estaba tan mal. Ahora sí que es un marginado total, ahora no lo quieren ni los gatos callejeros que alimentaba. Y entonces empieza su peripecia, su descenso (literal otra vez) a las cloacas, en el que Hideshi Hino no ahorra en aberraciones. Al pobre Sampei le pasa de todo, pero es la humanidad la que sale peor parada de este horrible entuerto.

El dibujo de Hino es asombrosamente personal. En su estilo pueden convivir la aterradora imagen de un niño derritiéndose con la de unos cangrejitos sonrientes que parecen sacados de La Sirenita de Disney. De alguna manera milagrosa, el maestro logra que decodifiquemos ambas cosas como pertenecientes al mismo mundo, su mundo, sin ruidos en la transmisión. Lo hace con una línea clarísima y muchas texturas, rayitas y más rayitas (crosshatching dicen los dibujantes), que aportan volumen y profundidad. La narrativa es tan clara como la línea; la grilla es contenida, cerrada, prolija, y ni una sola vez en todo el recorrido te preguntás que viñeta deberías leer a continuación. Esto último parece lo mínimo que se le puede pedir a un autor, pero no siempre sucede. Si no me creés, tratá de leer el número 62 de Naruto sin haber leído los anteriores y teniendo 46 años.

Para terminar, solo decir que El niño gusano es un tomo único, una historia que empieza y termina, una novela gráfica, si querés, que se puede leer y disfrutar (como hice yo) sin conocimientos previos. Hace falta un poco de estómago, como ya habrás deducido de todo lo escrito más arriba, pero vale la pena hacer la experiencia. Es una lectura refrescante en estos tiempos tan pacatos, salida de las tripas de un autor con una voz única, orgánica, ajena a cualquier cálculo, fórmula o manual. Nótese como ejemplo de lo anterior (y con esto te podría haber ahorrado toda la cháchara) que en la tapa hay un insecto espantoso comiéndose el cadáver reseco de un bebé.

El libro de los insectos humanos

Qué raro escribe Tezuka. Raro. Raro. Raaaaro. Cada vez que lo leo, aunque sea en un trabajo mainstream para niños como Astroboy) me pregunto si ese efecto de extrañamiento que me produce se debe a mi mirada occidental o proviene directamente del interior de don Osamu. Es decir, me pregunto: ¿Tezuka era un raro del carajo o solo era Japonés? Tengo que decir que he leído a unos cuantos japoneses y si bien siempre siento un poco de efecto “lost in translation” los demás nunca llegan al nivel del Manga no Kamisama.

¿A qué me refiero con que escribe raro? A las historias en sí mismas. A las motivaciones de sus personajes. A las cosas que les pasan. A cómo reaccionan esos personajes ante las cosas que les pasan. A los detalles. A la manera en que Tezuka retuerce la verosimilitud estándar, sin romperla pero llevándola al límite, para darle a la historia la forma que a él le interesa. Leyendo la obra que hoy me ocupa pensé muchísimas veces: ¿Qué? ¿De verdad pasa esto ahora? ¿Por qué? ¿A qué viene? ¿Qué significa? Lo importante, el quid de la cuestión, la magia… es que no pude parar de leer.

El libro de los insectos humanos es una obra serializada entre 1970 y 1971 que, según los expertos, pertenece a la época oscura de Tezuka. Se nota esa oscuridad, lo tiñe todo. La protagonista, Toshiko Tomura, es una mujer joven, hermosa y sin escrúpulos que se dedica a canibalizar a sus parejas, a copiar sus talentos y robarles su trabajo. Así, Toshiko logra triunfar en el teatro, el diseño gráfico, la literatura y también en el arte de matar, dejando atrás un tendal de gente que, a pesar de haber sido humillada, robada y maltratada, no puede dejar de amarla.

¿Es thriller esto? Qué se yo. Sin duda, la lectura es pregnante, atrapa, pero no hay cuestión que resolver. Lo que no te deja soltar el tomo es el personaje de Toshiko y el efecto que produce en los demás: odio y amor a partes iguales. Más que un thriller, diría que es un culebrón psicológico, oscuro, deeeenso y, otra vez… RARO. Voy a dar un ejemplo de rareza bien puntual: de vez en cuando, Toshiko, como para recargarse las pilas, se retira a una casa que tiene alquilada en su pueblo natal, donde se prende al pecho de un muñeco de cera de su madre.

En lo gráfico, el maestro está es su plenitud; claro, preciso, yendo de los personajes caricaturezcos a los fondos hiperrealistas sin esfuerzo, manteniendo una narrativa prístina y metiendo de vez en cuando una composición de página digna de ser estudiada en la Academia. Llama mucho la atención la forma en que estiliza el cuerpo de la protagonista en las escenas sexuales (hay una cuantas), quizás para señalar, se me ocurre ahora, la capacidad de Toshiko de transformarse, moldearse a sí misma.

Para terminar, es importante, diría, señalar la mirada sobre la mujer que hay en esta obra. La pérfida protagonista de sangre fría que podría tomarse por un arranque de misoginia engaña. “Es lo que tiene que hacer un chica sola para sobrevivir en este mundo”, o algo así, dice varias veces Toshiko, que durante la historia, además de triunfar en todos los campos que elige, tiene romances con hombres y mujeres por igual, se masturba y aborta en contra de la voluntad de un poderoso marido. Cuando nosotros fuimos, Osamu fue y volvió varias veces… en 1971.

Ashen Victor, de Yukito Kishiro

No juzgues a este manga por la tapa. No hagas como hice yo, que tardé un año en atreverme a sacarlo de la batea de la biblioteca y enterarme de que es una obra de Yukito Kishiro, nada más y nada menos que el autor de Battle Angel Alita, esa maravilla, uno de los mangas que más impacto e influencia ha tenido en occidente. De hecho, Ashen Victor es una especie de spin-off de la obra magna de Kishiro. Cuenta la historia de un jugador de motorball, el mismo deporte ultraviolento en el que Alita brillaba en su propia saga.

Es un manga raro Ashen Victor, por dos razones. La primera es su extensión: es un tomo único de poco más de ciento veinte páginas, lo que en términos japoneses es una historia muy corta. Su segunda rareza es que, tratándose de un manga deportivo, su protagonista dista mucho de ser el típico muchachito-ganador-que-lo-dará-todo-por-llegar-a-lo-más-alto que acostumbra verse en el género. Snev, el prota, es un perdedor (de pinta muy parecida a la de Edward Scissorhands) con tendencias suicidas. Repito: tendencias suicidas. La verdad es que el pibe tiene mucho talento, pero cada vez que está a punto de ganar una carrera… explota.

¿Cómo que explota? Eso, explota. Vuela por aire desmembrado, por su propia voluntad, en un acto de autoboicot sádico. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué? Bueno, esto spoilea un poco pero no demasiado y vale la pena contarlo. En su primera carrera, Snev tuvo la mala suerte de atropellar a un tipo, un espectador que se metió en el circuito a correr (a contramano) vestido de maratonista. Snev chocó con él de frente y lo hizo papilla. Desde ese día, cada vez que Snev está por ganar una carrera, el maratonista se le aparece y le llena la cabeza de pensamientos negativos hasta hacerlo explotar. Literalmente. Boom. Pero… como casi todo el cuerpo de Snev es robótico, lo vuelven a armar y a correr de nuevo. Show must go on. Al público adicto al motorball le encanta ver explotar a Snev el suicida.

Con la premisa de arriba yo tuve suficiente para enamorarme de este manga, pero hay más. La historia es también un thriller ambientado en el mundo del deporte de alta competencia. Hay drogas, asesinatos, corporaciones podridas por dentro, mucha guita cambiando de mano, suspenso y un elenco de personajes muy bien diseñados (por dentro y por fuera) que se vuelven inmediatamente entrañables, como en el caso del ingeniero Holmegolud, u odiables como pasa con Dulagunov, otro jugador del equipo de Snev, un descerebrado con pinta de orco.

En este manga, Yukito Kishiro le pegó un volantazo a su estilo de dibujo. Se ve que el hombre, al momento de crear la obra, estaba fascinado con Sin City de Frank Miller. La influencia llega por momentos a la copia (en esas arrugas blancas de la ropa, tan millerianas) pero no pasa nada porque, según el prólogo, Kishiro mismo se ocupó de blanquear el asunto a voz en cuello. Y además, Kishiro es un virtuoso del carajo, como desmostró en Alita, con o sin Frank de por medio. Su arte brilla sobre todo en la escenas de acción que tienen una intensidad sobrecogedora. Nadie dibuja la velocidad como este maestro, que con una figura estática apenas separada del suelo y un puñado de líneas cinéticas, te pone el corazón a docientos por hora.

Si tengo que desaprobar algo, diría que los diálogos a veces pecan de informativos. Pero eso hasta podría considerarse una marca de estilo: cuando hay que explicar se explica y después a correr. Además, el detallito no arruina para nada la experiencia de lectura. Ashen Victor es una historieta redonda, compacta, intensa, de esas que se leen en una sentada y te dejan profundamente satisfecho.

Cómo NO me convertí en dibujante de historietas

Escuchá el texto leído por mí en este video o leelo vos, lo que prefieras.

De chico quise ser arqueólogo, por influencia del doctor Indiana Jones. De preadolescente, quise ser técnico electrónico, influenciado por el libro Cómo hacer baterías e imanes (un incunable publicado por Ediciones Plesa SM, en 1975, casualmente, el mismo año en que nací). En la adolescencia temprana vi Top Gun y quise ser piloto de un caza de combate. Pero, ojo, no cualquier piloto. Un piloto rebelde, un poco oveja negra pero claramente heroico, que cuando tiene que salvar al mundo lo salva sin pensarlo dos veces, y después hace el amor con su novia, a contraluz, mientras suena una dulce melodía de saxo.

Todo eso quise ser, pero no fui.

Cuando terminé la secundaria, en 1992, y llegó el momento de decidir qué hacer con el resto de mi vida, salió a la superficie una vocación que jamás había tenido en cuenta, a pesar de que siempre había estado ahí; desde Astérix, Luky Luke y La Pequeña Lulú, en Billiken, hasta a la revista Skorpio y los superhéroes de Perfil, pasando por Patouruzito, Isidoro, Fuera Borda, el Hombre araña en Aventuras inéditas del cine y la TV, algo de Columba, dos o tres Fierros, algunas Puertitas y todo lo que me cayera en las manos. En fin, decidí ser dibujante de historietas.

La verdad es que no recuerdo haber dibujado muchas historietas de chico, pero sí tenía un pequeño curriculum de dibujante a secas. En la primaria nunca había sido el mejor de mi grado. El mejor era Marcelo Demarco, pero yo siempre había estado en el podio o rondándolo. Y sobre los diez años, más o menos, había hecho un tiempito de taller.

En mi casa me apoyaban o estaban resignados. O las dos cosas. “Siempre fuiste un bohemio”, me dice todavía hoy mi mamá. Supongo que a esa altura ya sabía bien que el nene no iba para abogado o médico. Me apoyaban, como decía, pero no comían vidrio. Me sugirieron que estudiase algo más. Por las dudas. Por si lo de la historieta no resultaba ser el camino a la gloria, tapizado de pétalos de rosa, que yo me estaba imaginando. La situación económica familiar, además, me permitía el lujo de no tener que trabajar mientras estudiaba e insistieron en que eso había que aprovecharlo. Sabían de lo que hablaban, ellos no habían tenido tanta suerte.

Acepté la beca porque siempre fui un hijo bastante obediente y también porque tenía muy claro que para mi mamá y mi papá la universidad era algo importante, algo que necesitaban darme. Por otro lado, y para ser del todo sincero, debo confesar que la idea de trabajar ocho horas por día, en algo que no fuera de mi absoluto interés… no me erizaba la piel de emoción.

Yo era un pequeño principito de clase media, con las manos delicadas de alguien que nunca en su vida lavó un plato ni agarró una pala. Y decir “pala” es decir muchísimo. A esa altura de la vida no había agarrado ni una miserable escoba. No había cambiado una lamparita. No había lijado una pared. No había juntado las hojas del jardín en otoño. Digamos que ser un self made man no estaba entre mis prioridades.

¿Qué estudiar entonces? Descarté Bellas Artes, que era lo obvio, porque no me veía encajando en el ambiente artístico. De joven tenía muchos prejuicios, no era el ser de luz que soy ahora. Como además de leer historietas, también me gustaba leer novelas y libros de cuentos, otra opción era estudiar Filosofía y letras. Pero incluso con mi miope mirada, podía ver que ese Plan B requería un Plan C. Salvo que quisiera ser profesor, por supuesto, y yo no quería ser profesor. Periodismo, que terminaría siendo mi licenciatura, ni siquiera estaba en mi mapa mental. Así que me quedé sin opciones.

Entonces, de pronto, no recuerdo cómo, pero sospecho que simplemente porque empezaba a estar de moda, apareció en el horizonte la carrera de Diseño Gráfico. A mediados de los noventa, el imperio de la imagen ya había comenzado, cada día se necesitaban más diseñadores. Era perfecto: una profesión que consistía en dibujar, pintar y recortar papelitos —al menos en mi cabeza— y al mismo tiempo permitía una inserción rápida en el mercado laboral. El punto de equilibrio exacto entre mi mágico mundo de colores y el mundo real. Así y todo, recuerdo que en el colectivo, de camino a anotarme, todavía tenía mis dudas.

Empecé, al mismo tiempo, un curso de historieta en la legendaria escuela de Carlos Garaycochea y el Ciclo Básico Común, en Ciudad Universitaria, a una hora y media de viaje desde mi casa, en condiciones óptimas, que jamás se daban. Y ahí, en la facultad, tuvo lugar el primer incidente de los dos que mataron al Alejo Valdearena dibujante de historietas.

Fue durante la primera clase de Proyectual 1. Entré a un aula del tamaño de un par de canchas de papi fútbol, con ventanales al río, y me senté en la mesa que me tocaba. Al lado mío se sentó un pibe con el pelo de color amarillo patito y aros redondos, enormes, uno en cada oreja. Sospeché que no era del conurbano, como yo, porque en el conurbano darte la biaba y usar bijouterie de pirata podía costarte la vida. El límite estaba justo donde yo me encontraba parado: pelo largo y un solo arito, más bien discreto.

Intercambiamos algunas palabras circunstanciales con el pibe de pelo amarillo y arrancó la clase. Una ayudante de cátedra nos explicó lo que íbamos a hacer durante la cursada y después nos dio un trabajito fácil, como para empezar a conocernos. La consigna era dibujar un momento de nuestra vida cotidiana. Y no dudé. Me dibujé haciendo lo que había hecho durante casi todas las tardes del último año de la secundaria. Me dibujé tomando gaseosa y comiendo galletitas con mis amigos, sentado en el escalón de un kiosco mítico de mi barrio, al que nos referíamos como “el kiosco de las trolas” porque las dueñas eran una pareja de mujeres. Tengan en cuenta, por favor, que esto fue en los prehistóricos noventas, cuando la humanidad aún no había alcanzado la perfección en materia de concordia y tolerancia.

Recuerdo que estuve un rato abstraído en mi dibujo, luchando con el adoquinado de la calle y las figuras sentadas, que se me hacían imposibles de cuadrar. En algún momento, levanté la cabeza, miré hacia el costado y vi el trabajo del pibe de pelo amarillo. Estaba casi terminado. Se había dibujado entrando en una librería. Aún hoy, un cuarto de siglo más tarde, recuerdo la pose de la figura, algo inclinada hacia adelante, en el momento de dar un paso, con las manos en los bolsillos de la campera. No había esfuerzo en el trazo, no había, como en el mío, lucha contra el papel y la torpeza de la mano, era natural y fluido.

Asombroso. Pero más asombroso todavía era el entorno de la figura: la calle, con coches, edificios y transeúntes, dibujada con una perspectiva inapelable que le daba profundidad y realismo a la escena. Para colmo, el pibe todavía no había borrado las líneas de construcción; ahí estaban, delante de mis ojos, los secretos de ese truco de magia que llamamos dibujo, y rápidamente constaté que yo no sabía ninguno.

Como demuestra el hecho de que media vida más tarde le esté dedicando un texto, el golpe fue demoledor. Ese pibe, de exactamente mi edad, ya tenía un nivel muy pero muy cercano al profesional. Les juro que al lado de su trabajo, el mío era el esfuerzo patético de un alumnito de preescolar. Le pegunté dónde había aprendido a dibujar así y me respondió que en la escuela de Carlos Garaycochea: una coincidencia feliz, si se quiere, pero yo solo podía pensar en que estaba llegando muy tarde a la fiesta. El pibe había pasado de chico por lo de Garaycochea. Él ya sabía que iba a ser dibujante cuando yo todavía soñaba con ser Indiana Jones.

Enseguida nos pusimos a hablar de historieta, y en la charla me enteré de que la librería a la que el pibe estaba entrando en el dibujo tenía un sótano lleno de cómics. En la vidriera decía el nombre, Entelequia, escrito con las letras también en una odiosa perspectiva perfecta. Esa, por cierto, fue la primera noticia que tuve de la existencia de las comiquerías, locales que de inmediato se volvieron centrales en mi vida.

Por supuesto que me hice amigo del pibe, que además de dibujar bien, era un erudito. Había leído muchísimo más que yo. Empezó a recomendarme material del que yo no había oído hablar jamás. Fue como encontrar un manantial de historieta. Y aproveché su sabiduría. Le hice caso, por ejemplo, cuando insistió en que dejara el curso de los miércoles, en la escuela de Garaycochea, y me pasara al de los sábados. Me lo decía porque el profesor de los sábados era Oswal, un prócer de la patria historietista que fue el mejor maestro que he tenido en mi vida.

No recuerdo cuánto tiempo más tarde tuvo lugar el segundo incidente, pero sé que fue ese mismo año. El pibe de pelo amarillo me empezó a hablar de otro pibe que había conocido ahí, en la facultad. Otro dibujante como “nosotros”.

No tardó mucho en presentármelo. Tenía una melena larga y enrulada, con un volumen digno de cantante de glam metal, y usaba botas vaqueras. Sobra decir que tampoco era del conurbano. Me cayó bien y empezamos a encontrarnos los tres, cada vez más seguido, en el bar de la facultad. Nos divertíamos juntos. Teníamos el mismo tipo de humor y nos gustaban las mismas cosas. Sobre todo, odiábamos las mismas cosas. Y un día cualquiera, el de melena glam nos invitó a almorzar en su casa.

Hasta ese momento yo no había visto sus dibujos. Por eso, ese día, antes de comer, fuimos a su habitación y me mostró una historieta hecha por él. Y atención a esto: con ese trabajo, años atrás, el pibe había ganado un concurso de Cola-Cola. No lo podía creer. Lo que el pibe me estaba mostrando era un cómic de verdad, unas nueve o diez páginas completamente construidas en tinta, con globos, letras y personajes que se parecían a sí mismos de la primera a la última viñeta.

Este pibe tenía un estilo diferente al del pibe de pelo amarillo, más humorístico, pero igual de sólido. No podía ser verdad. Otro que era mucho mejor que yo. No me mal entiendan, no es que tuviera la necesidad de ser el mejor. Como dije al principio, Marcelo Demarco, el mejor de la primaria, me había dado una lección de humildad. Pero ya no estábamos en la primaria y de las tres personas que había en esa habitación, el único que no era Marcelo Demarco era yo.

Hice como los boxeadores que se levantan de la lona y fingen estar frescos cuando en realidad ya están noqueados. Seguí dibujando. Completé el curso de Oswal y no me arrepiento de haberlo hecho porque aprendí muchísimo. Pero ya no pude creerme que iba a ser dibujante.

El pibe de pelo amarillo dejó diseño gráfico al final del CBC y enseguida tuvo su primera oferta laboral de historieta. El pibe de melena glam y yo seguimos en la facultad un año más, en el que nos hicimos íntimos amigos. Ellos hicieron juntos un fazine y yo los ayudé a distribuirlo. Después, el pibe de pelo amarillo tuvo una oferta para hacer una serie y me preguntó si quería escribir el guión. No pasamos del número uno, pero quién nos quita lo bailado. Fue mi primera publicación. Nunca más volví a sentir la emoción que sentí al tener ese cómic en las manos. Ni siquiera cuando apenas más tarde, el pibe de melena glam y yo (de nuevo como guionista) empezamos a publicar nuestra propia serie; una sobre cuatro amigos muy perdedores que nos dio grandes alegrías.

¿Qué hubiera pasado si no los hubiera conocido? ¿Hubiera logrado ser dibujante de historieta? Quizás sí o quizás no. A esta altura ya no importa. Pero de algo estoy seguro: de no haberlos conocido, no me hubiera puesto a escribir esos primeros guiones que abrieron la compuerta. Francamente, creo que mi verdadera vocación es narrar, más allá de las herramientas que use. Y acá estoy, narrando.

Por eso no les guardo rencor a esos canallas, a pesar de la crueldad inhumana con que destrozaron mi sueño. Hoy en día, seguimos siendo grandes amigos.